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Se juega como se vive

  • Foto del escritor: Juan Ricardo Arenas Amaya
    Juan Ricardo Arenas Amaya
  • 23 feb 2019
  • 10 Min. de lectura

Aunque suene lejano, hubo una época en la que el fútbol era diferente. Ni mejor, ni peor. Diferente. Hace un tiempo, hubo futbolistas que veían el fútbol como un simple juego. Ni peores, ni mejores. Diferentes.

Para nadie es un misterio que el fútbol es el negocio más grande, redondo y lucrativo del mundo. Sumas y bailes de dinero se hacen presentes, cada vez con más frecuencia y con más ceros, en todas las esferas del deporte más popular de la historia de la humanidad. Desde que el fútbol dejó de ser un simple deporte para las masas y pasó a ser un negocio, se perdió un poco la esencia de lo que verdaderamente podrían significar 22 tipos corriendo detrás de un balón. Desde que el fútbol se convirtió en negocio, apareció la corrupción de los de traje. Se dañó, se pudrió, se puteó. Pero esa es otra historia para otra ocasión.


Hoy en día, los jugadores –no todos, pero sí la gran mayoría– quieren tener el carro último modelo, el reloj más ostentoso y el celular recién salido al mercado. No está bien, ni está mal. De hecho, ni siquiera los juzgo, simplemente es la doctrina de la economía a la que nos acogemos. Al fin y al cabo, cada quien es libre de gastar su dinero en lo que le venga en gana, son seres humanos –como todos nosotros– y están en todo su derecho. Capitalismo en estado puro. El problema pasa cuando esto sucede en diviones inferiores, no sólo a nivel profesional. Claro, es el ejemplo que los chicos ven. Los futbolistas, desde pequeños y aún estando lejos de llegar a primera, se creen el cuento antes de tiempo y eso es lo que hay que corregir con formadores y entrenadores aptos para las canteras de los diferentes clubes. Pero esa también es otra historia para profundizar en otra oportunidad.

“Antes los jugadores venían al entrenamiento con una revista de fútbol en sus manos, ahora sólo miran los resultados de la bolsa”. Franz Beckenbauer, exfutbolista y ex director técnico alemán.
Cristiano Ronaldo, jugador de la Juventus, en su jet privado.

En estos días los futbolistas son máquinas de hacer dinero, son marcas registradas, son empresas y son establecimientos comerciales. Tienen escolta, representante, agente, fotógrafo personal, mayordomo, jefe de prensa, asesor de imagen y chofer. Son estrellas, son figuras de la farándula y del espectáculo. Afortunadamente no siempre ha sido así, ya que siempre hay alguien que se sale del libreto. Por suerte hemos tenido a lo largo de la historia futbolistas que se salieron de los cánones y que pensaban distinto, pues veían la vida de otra forma: más real, más pura, más natural, más sencilla. A pesar de ser considerados muchas veces locos, rebeldes, vagos, irresponsables o poco profesionales, nunca vendieron sus principios y vivieron la vida a su manera. Tenían un talento innato y descomunal. Eran cracks, pero cracks en serio, ¿eh? No como ahora, que se le dice ‘crack’ a cualquiera que hace 2 goles en un partido y la prensa lo tasa en 200 millones de cualquier moneda. Estos eran machos, jugaban a la pelota y no les importaba que los cagaran a patadas. Sencillamente jugaban al fútbol para divertirse, nunca por dinero. Ni peores, ni mejores. Diferentes.


“Cómo le explicaría a un niño la felicidad? Le tiraría una pelota para que jugara”. Eduardo Galeano, periodista y escritor uruguayo.

Esta noche juega "El Trinche"


Carlovich en una pequeña etapa en Colón de Santa Fe.

Tomás Felipe “El Trinche” Carlovich, fue una leyenda, más que un futbolista. Se dicen muchas cosas de él, algunas verdades, otras incomprobables, otras anecdóticas. Lo cierto es que era un jugador excelso, con la pelota atada al pie y con una jugada que repetía una y otra vez: el doble caño. Venía a presionarlo un rival y le tiraba un caño; el rival, con la bronca entre los dientes, volvía a presionarlo y le volvía a caer otro caño, cortesía del “Trinche”. Jugador de potrero y de la gente, prefería otras actividades más cotidianas al fútbol profesional, el cual practicaba porque se le facilitaba. No iba a entrenar porque le daba pereza y porque vivía más de noche que de día. Cuentan en Rosario que la gente iba a ver a Central Córdoba, equipo menor de aquella ciudad, sólo para verlo a Carlovich. ¡“Esta noche juega ‘El Trinche’”!, se escuchaba en los bares y en las calles. Alguna vez, un arbitró lo expulsó y al notar el descontento de la gente en las tribunas lo hizo volver a la cancha para pedirle perdón y que siguiera jugando. José Néstor Pékerman dice que es el futbolista más maravilloso que ha visto en su vida. Cuando Diego Armando Maradona llegó a Rosario para jugar con Newell’s dijo: “Yo creí que era el mejor de Rosario hasta que supe de Carlovich”. César Luis Menotti, director técnico de la Selección Argentina en aquella época, lo convocó para que hiciera parte del grupo que se preparaba para el mundial de 1974 y Tomás Felipe nunca llegó porque prefirió irse a pescar.


“Yo siempre jugué igual, con las mismas ganas. A lo mejor ir a Francia o al Cosmos, posibilidades que tuve en su momento, me hubiera cambiado la vida. Para mí, jugar en Central Córdoba fue como jugar en el Real Madrid. La verdad es que yo no tuve otra ambición más que la de jugar al fútbol. Y, sobre todo, de no alejarme mucho de mi barrio, de la casa de mis viejos, de estar con el Vasco Artola, uno de mis mejores amigos que me llevó de chico a jugar en Sporting de Bigand... Por otra parte, soy una persona solitaria. Cuando jugaba en Central Córdoba, si podía, prefería cambiarme solo, en la utilería, en lugar del vestuario. Me gusta estar tranquilo, no es por mala voluntad”. Tomás Felipe Carlovich.


Tomás Felipe "El Trinche" Carlovich, hoy en día en su natal Rosario.

La alegría del pueblo


Manuel Francisco dos Santos, mejor conocido como Garrincha (ave veloz que habita el estado de Moto Grosso), siempre tuvo todo en su contra: tenía los pies 80 grados girados hacia adentro, su pierna derecha era 6 centímetros más corta que la izquierda, tenía la columna vertebral torcida, tuvo poliomelitis y fumaba tabaco desde los 10 años. La cosa no pintaba bien, la vida parecía jodida. Lo único que sabía hacer era tomar la pelota y no soltarla nunca. Un día se presentó en el Botafogo, equipo tradicional de Río de Janeiro, para jugar un partido y se ubicó por banda izquierda. Por esa banda, pero en el equipo rival, se ubicaba Nilton Santos, uno de los mejores defensas en la historia del fútbol brasileño. Le advirtieron: “Ten cuidado, te va a marcar Nilton Santos”. “¿Quién? Para mí todos son Joao”, respondió Manuel Francisco. Lo bailó toda la tarde y tras el partido, Nilton Santos exigió su fichaje a las directivas del club para no tener que volver a enfrentarlo nunca más en su vida. Así empezó su carrera futbolística, la que lo llevó a Botafogo, Corinthians, Flamengo, Portuguesa, Junior de Barranquilla, Red Star de París y Olaria. Antes de embarcar para irse a jugar a Francia con el Red Star se compró un loro en una tienda. Su entrenador, Zezé Moreira, antes de despedirlo le preguntó: “¿Para qué te has comprado un loro?”. A lo que Garrincha respondió: “¿Con quién voy a hablar entonces? Me dijeron que a donde voy no hablan brasileño”.  


Garrincha haciendo uno de sus habituales enganches.


Considerado, junto a Pelé, el futbolista más grande de la historia de Brasil. Campeón del mundo en 1958 y 1962. El mejor regateador de todos los tiempos en una cancha de fútbol. Tenía un único objetivo: darle alegría a su gente, la que coreaba su nombre en las graderías, a través de su fútbol. Tuvo muchas mujeres y más amantes de las que realmente se supo. Reconoció 14 hijos, pero se dice que hay más por allí regados. Adicto al alcohol, nunca paró de beber y en ello malgastó todo su dinero. Murió en la miseria absoluta y en el olvido un 20 de enero de 1983 en Río de Janeiro a causa del alcoholismo crónico que lo atormentaba. Lo único que nunca pudo regatear fue su amor al licor de cualquier bar. Único en su especia, singular, genuino e irremplazable. Su velorio se realizó en un estadio Maracaná a reventar y su ataúd fue cubierto con una bandera del Botafogo. Alguna vez, ya sumido en la pobreza, dijo: “Mi vida es una lucha entre el bien y el mal, pero siempre pierdo yo”. 



¡Ahí viene El Palomo!


Sonrisa de oreja a oreja. Regate. Técnica envidiable. Grandes zancadas. Escándalos. Fútbol. Cocaína. Ídolo. Irresponsabilidad. Carisma. Potencia. Velocidad. Asesinato. Jugadorazo. Albeiro Usuriaga vivió 37 años bien vividos, pero nos dejó muy temprano. En uno de sus primeros encuentros como profesional, el premio por parte del club al mejor jugador del partido era un canje de ropa en un reconocido almacén colombiano. Albeiro, obviamente, se ganó el premio y fue a reclamar el canje. ¿Qué hizo? Se compró un traje totalmente blanco y salió del almacén con su nuevo atuendo. Cuando sus amigos lo vieron llegar al barrio, le gritaron: “¡Ahí viene “El Palomo”! Así se quedó por el resto de sus días. Clasificó a Colombia al segundo mundial de su historia, Italia 1990, tras anotarle a Israel en el repechaje, pero no fue tenido en cuenta para viajar a la copa del mundo por un supuesto robo a sus compañeros en una concentración. Lo anterior nunca se confirmó, pero tampoco se desmintió. En Independiente de Avellaneda encontró su lugar en el mundo y allí vivió sus épocas más doradas como futbolista. Hoy en día, los hinchas del rojo lo recuerdan como uno de sus grandes íconos. Hablan de él y se les corta la voz. Lo aman, como debe ser.

"El Palomo" Usuriaga en un Independiente - Banfield

Regalaba ropa a sus vecinos del barrio y pagaba el estudio de varios jóvenes. Modesto, humilde, buena persona. Un fuera de serie. Un día, con el buen sueldo que ya recibía, fue a un concesionario a comprar su primer carro. ¿El problema? No sabía manejar. Le preguntó al vendedor cuál era la primera, salió manejando el carro y lo hizo mierda a las dos cuadras. Un genio divino. En 1997, salió positivo por cocaína en un control antidopaje y fue sancionado con dos años sin jugar. Le dio en la jeta a un policía y compró una moto robada, pero por ambos casos pagó fianza y evitó la cárcel.


12 de febrero del 2004: Es de noche en Avalleneda. Independiente vuelve a una Copa Libertadores. El equipo sale a la cancha y el griterío es ensordecedor. El público saluda a su equipo. De repente, hay un silencio sepulcral por unos segundos y después se escucha bajar desde las tribunas un sólo grito durante varios minutos: “¡¡Palomo, Palomo!!”, seguido de la gente -algunos entre lágrimas- rompiéndose las manos en aplausos. Resulta que Albeiro había sido asesinado el día anterior por sicarios en la ciudad de Cali y el estadio que vio sus mejores actuaciones como futbolista le rendía un homenaje al día siguiente, recordándolo y acompañándolo en su siguiente aventura: la eternidad.


El hombre casa


René Orlando “El Loco” Houseman fue villero, fue potrero, fue un tipo que se debió a la gente, fue un hijo del pueblo. Además de eso, jugaba al fútbol y de qué manera… Extremo derecho, gambeteador, manejaba ambas piernas, rápido y astuto. Ídolo de Huracán y campeón del mundo con Argentina en 1978. Su apodo le cayó perfecto, el loco hizo lo que siempre quiso. Le huía a los entrenamientos, madrugar era la cosa que más odiaba en la vida. Apenas cobró su primer sueldo, lo repartió entre sus amigos y vecinos de la Villa del Bajo Belgrano. Nunca le importó la plata. René sólo quería levantarse tarde, jugar, hacer feliz a su gente y volver a la Villa. El compromiso no era lo suyo, el talento sí. Empezó a tener serios problemas con la bebida, como su padre, un alcohólico que lo abandonó de chico. Bebía todos los días, era un vago. Pero la gente en los estadios lo amaba y sólo iban para verlo jugar, así fueran del equipo rival. “Y chupe, chupe, chupe, no deje de chupar. ‘El Loco’ es el más grande del fútbol nacional”, le cantaban las hinchadas en todas las canchas del país. Solía fingir lesiones en los últimos minutos de los partidos para que otros jugadores pudieran entrar a disputar el encuentro. ¿Por qué? En esa época, si no jugaban ni un minuto no cobraban un peso. Cuidaba siempre de los suyos. Impredecible como él sólo.


René Houseman con la Selección Argentina en el mundial 1978.

Esa filosofía de vida, de amor a la botella, lo hizo marcar un gol del que no se acordó nunca. Murió sin recordarlo. El propio René lo contaba así: “Una sola vez jugué borracho, contra River, por el Metro 77. Me fui a la madrugada de la concentración al cumpleaños de mi hijo y volví borracho a las 11 de la mañana. ¿Y qué querés? Había baile y a mí me encantaba. Cuando aparecí los dirigentes no querían que jugara, pero yo les dije: 'Esperen que me duermo una siesta y después vemos'. Llegué, me tomé 200 termos de café, me dieron 40 baños de agua fría hasta que me recuperé, pero no del todo. Me dormí dos horitas, salí a la cancha, jugué, metí el gol, pedí el cambio y me fui a dormir. Tenía un aliento que ponía en pedo a todo River. No daba más”. En sus últimos años de vida, haciendo un retrato y un repaso de la misma, decía: “Lo he pasado bien y he aprovechado mi vida. Me levanto tarde y luego hago lo que más me gusta: nada. De todas maneras, no tengo nada. Nunca he tenido nada. El dinero siempre he pensado que viene y va. No me provocaba nada gastarlo. Al final, sabes qué hubiera hecho si hubiese tenido mucho mucho dinero. Hubiese construido una gran villa para vivir con mi gente”. Sencillo. Modesto. Un genio incomprendido.


La vida es para vivirla

Jorge "Mágico" González jugando en el Cádiz de España.

Nunca quisieron ser ejemplo de nadie, no pidieron ser modelos de vida. Vivieron a su manera, con sus reglas, en su mundo, sin joder a nadie. Como ellos, hubo muchos otros que sería injusto no nombrar: Jorge “Mágico” González, Rudolf Brunnenmeier, Diego Maradona, Ronaldinho, George Best, Orestes Corbatta, Lennart Skoglund, etc. La lista es interminable, unos más reconocidos que otros, pero todos caprichosos a su modo. Nunca se quejaron. Nunca aparecieron en campañas de Unicef o ese tipo de cosas. Nunca les importó el dinero y odiaron la fama. Fueron rechazados muchas veces. Vivieron arrinconados, solitarios y marginados. Algunos dejaron este mundo pobres y en el olvido, pues la sociedad se encargó de exiliarlos. Otros duraron muertos en vida mucho tiempo. Pero acá viene lo verdaderamente importante: fueron felices. Así, sin las banalidades de la conducta. Jugaron al fútbol, se divirtieron y se tomaron unas cuantas copas de más. Su forma alegre y atrevida de jugar al fútbol era un reflejo de su comportamiento afuera de las canchas. Afortunados ellos, que no se dejaron llevar por las cosas mundanas, vacías y terrenales. ¿Cometieron errores? ¡Qué sé yo! Al final del día, ¿quiénes somos para juzgar a los demás? ¿Quiénes somos para señalar qué está bien o qué está mal? A fin de cuentas, llegamos a este mundo sin nada y nos vamos sin nada. Se juega como se vive y se vive como se juega.

“Reconozco que no soy un santo, que me gusta la noche y que las ganas de juerga no me las quita ni mi madre. Sé que soy un irresponsable y un mal profesional, y puede que está desaprovechando la oportunidad de mi vida. Lo sé, pero tengo una tontería en el coco: no me gusta tomarme el fútbol como un trabajo. Si lo hiciera no sería yo. Sólo juego por divertirme”. Jorge “Mágico” González.


 
 
 

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